UN MUNDO POSIBLE
Describir una calle de San Telmo un domingo a la mañana como si estuviera siendo sitiada por francotiradores.
Todos los fines de semana la misma historia. ¿Tan difícil es acordarse de comprar los ravioles cada domingo? Y, además, ¿por qué tenía que ir siempre él a comprarlos? Había estado trabajando toda la semana y ahora lo único que quería era pasar el domingo tirado en el sillón mirando la tele. ¿Por qué no podían dejarlo en paz aunque fuera un par de horas?
Suspiró, sabía que no tenía sentido discutir. Se levantó despacio y se puso los zapatos y el chaleco antibalas. Con sumo cuidado, metió la llave en la cerradura y abrió la puerta apenas lo suficiente para asomar la cabeza. No sentía olor a pólvora y la calle parecía tranquila, incluso había un par de niños jugando con un perro en la esquina. Lejos de tranquilizarlo, la ausencia de cuerpos acribillados y turistas agonizantes lo preocupó aún más. Abrió otro poco la puerta, echó una última mirada alrededor y salió.
Entre su casa ubicada en Humberto I al 500 y el supermercado más cercano había cinco cuadras. En otra época, recorrer esa distancia le hubiera llevado menos de diez minutos pero, dadas las circunstancias, calculó que estaría de vuelta para el anochecer - si la suerte lo acompañaba - claro está.
Se pegó a la pared y se deslizó rápidamente hasta el pórtico más cercano. Se escabulló dentro a toda velocidad y esperó. Al parecer aún no lo habían detectado. Esperó un par de minutos y siguió su trayecto. La técnica que había desarrollado era sencilla y segura: consistía en arrastrarse silenciosamente un par de metros, ocultarse unos minutos para verificar que nadie lo hubiera visto, luego seguir arrastrándose y así sucesivamente.
Pasadas unas seis horas, ya estaba a tan solo diez metros del supermercado. Mientras permanecía escondido dentro de un conteiner de basura cercano a la puerta de entrada no pudo evitar pensar en cómo habían cambiado las cosas. En los buenos viejos tiempos uno podía salir a la calle tranquilo: había que esconderse cada cincuenta metros como mucho y ocurrían apenas unas doscientas muertes por semana en el barrio: así sí que daba gusto vivir.
Ahora, cuando las muertes llegaban a ser más de tres mil por día, uno se preguntaba si el gobierno no habría exagerado un poco con su plan anti - superpoblación.
Levantó la tapa del conteiner algunos centímetros y espió. Todo parecía en calma. Desde su posición, podía ver la calle desierta, custodiada por edificios antiguos y la Plaza Dorrego que, aunque siempre rebosaba de cadáveres y sangre, estaba totalmente vacía. Juntó coraje y saltó fuera del conteiner.
Todo pasó en menos de tres segundos. Puso la mano en el picaporte y empujó. La puerta no se movió. Con horror vio el cartel de "Cerrado" pegado sobre ella. Desesperado, intentó volver al conteiner. Había dado apenas tres pasos en esa dirección cuando cinco balas provenientes de distintos ángulos le atravesaron el cráneo al mismo tiempo.
María Agustina Corral